18 de julio de 1936. Palabra, pólvora y cimientos
Pocas fechas parecen tan marcadas en el calendario de la historia de España como el 18 de julio de 1936. Un sábado de calor infernal en el que parte del país se despertó intranquila tras escuchar en la radio, a las 8:30 de la mañana, un anuncio del Gobierno. Algunas unidades del Ejército se habían sublevado en Marruecos. El comunicado buscaba transmitir tranquilidad y sensación de control. Nadie había secundado el golpe en la Península, decía. Los ciudadanos habían reaccionado “unánimemente y con la más profunda indignación contra esa tentativa, frustrada en su nacimiento”. Los periódicos, en cambio, siguiendo indicaciones de las autoridades, no contaban nada todavía. Las primeras portadas llegaron con los diarios vespertinos y se generalizaron, como el golpe, el día 19. Mientras, las notas radiofónicas gubernamentales se sucedieron a lo largo de la jornada con pesimismo y nervios crecientes. La radio se convirtió en narradora protagonista.
Con todo, para muchos españoles aquel todavía fue un sábado cualquiera de verano. Al menos, durante unas horas. Un día de trabajo, de fiesta y verbena en muchos pueblos, de salir al cine, a jugar, a hacer la compra… Pau Casals ensayaba en el Palau de la Música Catalana la Novena Sinfonía de Beethoven. Su orquesta preparaba el concierto con el que, al día siguiente, se inauguraba la Olimpiada Popular de Barcelona, en la que participarían 6.000 atletas de 22 naciones, y que había convocado el Gobierno de la Segunda República como protesta y alternativa a los Juegos de Berlín de Adolf Hitler.
Ochenta y cinco años después, sabemos que la sublevación no se desbarató aquella madrugada, que la Olimpiada Popular no llegó a celebrarse y que, como muchos recordaron, aquel día “se terminó la felicidad”. La vida se detuvo entre tiros y rumores. El golpe fracasó en su objetivo de derribar al Gobierno legítimo que presidía Santiago Casares Quiroga, pero los militares rebeldes consiguieron controlar la mitad del territorio.
Con el mapa partido en dos y una situación de empate técnico por equilibrio de fuerzas, el golpe se convirtió en guerra. Debilitado el Estado republicano, la sublevación desencadenó la revolución que decía querer impedir. Evitarla, señalando su supuesta proximidad inexorable, fue la excusa legitimadora de los golpistas para justificar sus acciones, en las que, siguiendo las directrices del general Emilio Mola, no dejaron espacio ni para la tibieza ni para la piedad.
¿Por qué escribir, leer o hablar del golpe 85 años después? ¿Tiene sentido que en 2021 sigamos repensando la Guerra Civil? La tentación de afirmar que nos separa demasiado tiempo de aquellos hechos y que lo mejor es mirar hacia delante y no “reabrir heridas” late fuerte en una parte del discurso público que defiende que lo pasado, pasado está.
Pero no son pocos los argumentos que pueden sostener la postura contraria. No se trata de un ejercicio de nostalgia ni de romanticismo ni de ajuste de cuentas, sino de lealtad, de heridas pendientes y de pedagogía para el presente. En un momento en el que las cuitas y confrontaciones actuales se camuflan con frecuencia en debates históricos de retórica contundente y enemiga de matices, la conversación sosegada sobre el ayer se convierte en arma reflexiva para el hoy.
Son demasiados los mitos que la historiografía ha desmontado y que, sin embargo, se siguen repitiendo como mantras inasequibles al desaliento. Por ejemplo, aquellas afirmaciones tajantes que coligen que el destino de la República quedó sellado en tal o cual momento, convirtiendo la guerra en una consecuencia indeseable, pero inevitable de la acción política del Gobierno. Decir que la Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia es apostar por la grandilocuencia y el juego de palabras de significado vacío. Pero ese vacío iguala a quienes se sublevaron contra la democracia y contra la ley, con aquellos que ejercían el poder de manera legítima al amparo de las normas donde se cimentaba el sistema democrático vigente. Aunque la intención se limitase a la sonoridad y a la búsqueda de una colleja en el presente, la afirmación es temeraria, injusta y dañina. Como defendió Manuel Azaña en el Ayuntamiento de Madrid el 13 de noviembre de 1937, “nosotros nos batimos en defensa propia, no sólo en defensa de la vida del pueblo, sino en defensa de aquellos valores que son la razón suprema de vivir (…) en defensa de la libertad de España, personificada en la República, que es el régimen jurídico de la libertad, la cual alcanza incluso a los mismos enemigos de la libertad”.
Con demasiada frecuencia, el pasado se convierte en un espectáculo con el que atizar al adversario actual. En esas representaciones, la Guerra Civil deviene en escenario preferente, olvidando su condición de marco de sufrimientos cruzados, desencadenado por un golpe premeditado.
La rebelión no estaba escrita en las estrellas ni era un desenlace fatal del que no se podía escapar. Fue el camino elegido por aquellos que no aceptaron las reformas que se pusieron en marcha en 1931 y querían volver al mundo previo, por lo que algunos comenzaron a tejer conspiraciones desde el primer momento.
El ruido contribuye a diluir en la nebulosa el conocimiento de estos procesos históricos, de sus consecuencias e implicaciones. Cuatro décadas después del final del franquismo, parece razonable esperar que nadie se sienta bajo su sombra, de modo que se pueda dejar atrás la falsa tranquilidad de la equidistancia y reconocer el legado común que aquel Gobierno republicano dejó a todos los demócratas. Un Gobierno al que, sin embargo, se ha tildado de débil, de autoritario, de soberbio, de ingenuo, incluso de responsable último, por activa o por pasiva, del golpe militar y sus consecuencias. Desde la mirada presente, la confianza en la simple palabra de los que luego se demostraron golpistas puede resultar ingenua, pero como escribía en sus memorias José Varela Rendueles, gobernador civil de Sevilla en julio de 1936, ellos eran leales a sus promesas y creían en la palabra ajena. No sabían que con aquel golpe iban a cambiar las dinámicas que conocían. La brutalidad, la imposición de los proyectos y la eliminación del adversario se convirtieron en estrategias asumibles y la palabra, en arma de guerra.
Ochenta y cinco años después quizás no está mal recordar que los rivales no son personajes, sino personas, que los derechos civiles y políticos que disfrutamos son tesoros valiosos que se pueden desgastar y que los actos y las palabras tienen consecuencias, para bien y para mal. Y desde esa convicción, elegir enterrar la pólvora y apostar por construir.