Blanqueando al Mamut: Claude Sautet y el colaboracionismo nazi

En 1928 Bertold Brecht estrenó La Ópera de tres peniques, con música de Kurt Weill. Aunque la pieza se basaba en La ópera del mendigo de John Gay, un texto inglés del siglo XVIII, Brecht trazó una crítica mordaz de la sociedad capitalista de su época, recreando una ciudad cuya clase política utilizaba como fuerza de choque a una banda de delincuentes capitaneada por Mackie Messer –Mack “El navaja”-, asesino, ladrón y estafador. Muchos autores han alabado desde entonces la capacidad presciente de Brecht, su intuición para adivinar con un lustro de anticipación el advenimiento del nazismo, del que La Ópera de tres peniques sería una parábola profética.

Pero es posible que ni en sus peores pesadillas Brecht llegara a imaginar que su obra, más que una alegoría en clave de esperpento, podría llegar a ser un retrato fiel, casi naturalista, de la situación que vivió Francia entre 1940 y 1944. A lo largo de la ocupación, desde los primeros meses y hasta la derrota final, la delincuencia organizada desempeñó allí un papel esencial en el entramado de poder nacionalsocialista. Cientos de asesinos, atracadores, estafadores, ladrones violentos o de guante blanco, hampones y truhanes de toda casta y ralea, muchos de ellos liberados de la cárcel por los ocupantes, integraron lo que de un modo general se conoció como la Gestapo francesa, una suerte de policía indígena que cumplió varios cometidos esenciales para los ocupantes: proveer materias primas y bienes manufacturados adquiridos o incautados en el mercado negro, localizar a ciudadanos judíos y esquilmar sus bienes, desmantelar las redes de resistentes.

Muchos de entre ellos llegaron a vestir el uniforme de las SS con galones de oficial; la mayoría disponía de salvoconductos que les permitían portar pistola, moverse libremente por el país y eludir a la policía francesa. Todos hicieron fortuna durante estos años, y al tiempo que servían a sus nuevos amos ejercieron sus viejos oficios con total y absoluta impunidad. Tal y como había descrito en 1928 Bertold Brecht.

Abel Danos fue uno de estos delincuentes que trabajaron para la Gestapo en los años de plomo de la ocupación. Nacido en 1904, se incorporó en 1942 a la banda de Henri Laffont y Pierre Bonny, conocida como la Gestapo de la Rue Lauriston,  o La Carlingue. Danos era una mala bestia; un coloso fuerte como una mula, apodado generalmente “el Mamut” aunque también respondía a los motes de “el danés”, “el bello Abel”, “Buffalo Bill”, “el sanguinario” o “el gordo”. Ya tenía un notable historial delictivo antes de la guerra: con veinte años fue detenido por robo; en 1936, por ejemplo, dirigió el atraco a un tren en la estación de Marsella y se hizo con cien kilos de oro.

“La derrota puede estar llena de bendiciones”, parece que dijo tras la invasión alemana. En febrero de 1941 organizó el primer gran atraco a un banco durante la ocupación, lo que implicaba un reto directo a los alemanes: la jugada se saldó con un baño de sangre, aunque Danos y sus compinches huyeron con un botín equivalente a un millón de euros. Detenido en julio, lejos de amilanarse escribió una carta al jefe de Gestapo en París ofreciendo sus servicios para desmantelar redes de resistentes: fue liberado y se incorporó a la Gestapo francesa. Amén de proseguir su actividad delictiva, Danos se convirtió en uno de los principales arietes alemanes contra el maquis.

Le gustaba vestir el uniforme alemán, y de esa guisa arrestó a numerosos opositores. Gracias a sus servicios ascendió rápidamente en la estima de los ocupantes y ello le permitió disponer de pleno poder sobre las autoridades francesas: podía irrumpir en un juicio y abandonar la sala con el acusado; liberar a los presos de las cárceles; detener a cualquier policía que le buscara las cosquillas… Disfrutaba con la tortura. Era extremadamente cruel: cuentan algunas fuentes que en una ocasión apareció en París con la cabeza de una de sus víctimas para demostrar a los alemanes que había cumplido un encargo. También astuto. Como los maquis solían atracar los convoyes de gasolina, un bien escaso, Danos llenó los tanques de transporte en varios camiones con soldados alemanes armados: el truco funcionó más de una vez y provocó numerosas bajas entre los resistentes.

Ficha policial de Abel Danos / Archivo de la Prefectura de Policía de París
Ficha policial de Abel Danos / Archivo de la Prefectura de Policía de París

En 1960 el director francés Claude Sautet estrenó el film A todo riesgo (Classe tous risques), basado en la novela del mismo título que había publicado José Giovanni dos años atrás: una historia de gánsteres que con el tiempo ha devenido en clásico del polar francés, interpretada por Lino Ventura, Jean Paul Belmondo y Sandra Milo. Tanto la novela como la película narran la historia de Abel Davos, trasunto de Abel Danos. Pero nada sabremos a través de ellas de todo cuanto más arriba se ha escrito. Ambas comienzan cuando Davos, acompañado de su mujer, sus hijos y de Raymond Naldi (gánster basado en el también gestapista Raymond Naudi) regresa a Francia tras pasar varios años refugiado en Italia, y abarcan hasta su arresto en Francia, no por su colaboración con los nazis sino por delitos cometidos desde su regreso. Ni en  la novela ni en el film aparecen aquellos años oscuros: no existen ni la colaboración, ni el pasado de Danos como torturador.

En 1970, Philippe Aziz, en la introducción a su libro sobre la mafia colaboracionista francesa (Tu trahiras sans vergogne, Paris, Fayard) se preguntaba si había llegado –o no- el momento de abordar este tema, pues lo cierto es que la sociedad francesa tras la guerra había hecho un ejercicio voluntario de olvido sobre la cooperación con los nazis. “Es una horrible página de nuestra historia. ¿Para qué escribir sobre ella? Hay que olvidar, olvidar”, respondía a las preguntas de Aziz el teniente Ybarne, antiguo integrante de los servicios secretos franceses. “Hay que pasar la esponja y olvidar”, coincidía Bernard Laroche, miembro entonces de la prefectura de policía de París.

La negación, el olvido no como acto reflejo, sino como autoimposición consciente, están en el origen de las obras de Giovanni y de Sautet, fruto –ambas- de la compleja relación que los franceses tuvieron durante una larguísima posguerra con la actitud que habían adoptado ante el ocupante nazi, relación traumática que el historiador Henry Rousso calificaría más adelante como el “síndrome de Vichy”. Poco después de acabada la contienda, nuestros vecinos del norte decidieron reescribir su historia: contarse a sí mismos que los resistentes habían sido mayoría, que apenas hubo colaboracionistas, que la guerra mundial no había encubierto una guerra civil.

Esta difícil relación con el pasado está presente/ausente en Sautet y Giovanni, pues ambos juegan al ratón y al gato: todo lector o espectador avezado de la época sabía de quién se estaba hablando pues los autores utilizan casi literalmente los nombres de los personajes reales; pero nada dicen sobre su pasado, como aquellas historias oscuras que hay en toda familia acerca de parientes que cometieron fechorías conocidas por todos y que no está bien mencionar. Hablar del colaboracionismo en Francia, a finales de los 50, era políticamente incorrecto.

Olvido imperfecto. Un pasado que se quiere arrumbar a un lado y a la vez no se puede porque “siempre retorna en uno u otro momento”, diría en 1966 José Giovanni. Él lo sabía muy bien. Nació como Joseph Damiani, en 1923, y fue uno de los jóvenes delincuentes de la mafia corsa que colaboró con los nazis. Condenado a muerte por varios asesinatos, la pena se conmutó por veinte años de trabajos forzados que no llegó a cumplir: salió en libertad en 1956. Basaría después buena parte de su obra literaria en la recreación del mundo criminal que conoció en la cárcel y en sus años mozos, abstrayéndolo de cualquier relación con el nazismo.

Aunque limpio de toda mácula política, el Abel Davos que pinta Giovanni en su novela es un tipo duro y cruel, que mata porque está en su naturaleza. “Era joven pero Abel pensaba que sobraba en este mundo”, escribe el novelista antes de que dispare a quemarropa y de improviso a un policía en el corazón. Así, su Davos conserva, al menos, esa raíz bárbara y brutal que caracterizó al personaje real.

No es que el Davos de Sautet sea blando: no podría serlo interpretado por Lino Ventura. Pero sí es cierto que la labor de blanqueamiento del viejo «Mamut» llega aquí hasta un extremo casi inaudito. Davos es en el film de Sautet un héroe en la retirada. Un hombre de buen fondo que quiere abandonar la vida criminal y no le dejan. Un amante padre de familia cuyo único objetivo es poner a salvo a sus hijos cuando su mujer cae en una emboscada. El amigo más fiel de sus amigos. Y un vengador cruel con quienes le traicionan, moderno conde de Montecristo. Un personaje noble, con quien el espectador siente cierta empatía, imagen muy alejada del mafioso sanguinario que lleva una cabeza cortada en una bolsa.

Nada de todo lo anterior impide que A todo riesgo sea un film excelente, apasionante, desde la inicial huida desde Italia hacia Francia hasta la imagen triste, solitaria y final de Davos caminando por París antes de que le arresten y una voz en off nos explique que será ejecutado poco después. Además, por lo que no cuenta, dice mucho sobre la Francia de los años cincuenta y su difícil relación con el pasado. Aún habría de pasar casi una década hasta que en 1969 Marcel Ophuls metiera el dedo en la llaga del colaboracionismo con su incisivo documental Le Chagrin et la pitié. Pero eso ya es otra historia…