El «archivo de los pies» en el Delta del Paraná

Hace mucho tiempo, leyendo a Simon Schama me encontré con esta expresión “el archivo de los pies”, the archive of the feet en su versión original, que el historiador británico tomaba de un viejo profesor suyo que aconsejaba la implicación física de los historiadores con los espacios de estudio. Esa imagen me quedó grabada y aunque no es exactamente una imagen poética es lo suficientemente gráfica para adoptarla y usarla como propia. Durante algún tiempo busqué la expresión e intenté localizar en cuál de los trabajos de Schama aparecía. Releí Dead Certainties, revisé Lanscape and Memory, pero sin éxito. Llegué incluso a pensar que le había atribuido al historiador inglés algo que no había sido de su cosecha. Pero por ese prurito académico que nos empuja a dar con la localización correcta de las referencias seguí buscando y lo encontré en un artículo sobre historia del deporte. Allí se decía que la referencia cruzada de Schama aparecía en ese sugerente trabajo suyo sobre la construcción cultural del paisaje.

Despejada la incógnita de quién y dónde, ya me sentí tranquila para poder usar convenientemente la expresión “el archivo de los pies” y pensar cómo se aplicaba semejante consejo a mi propia experiencia. Así es como funciona nuestro pensamiento: una imagen, una frase, una metáfora del otro anida en la experiencia propia. Mientras escribo esto intento dilucidar si fue el mandato de Schama el que me llevó a investigar el Delta del Paraná “poniendo el cuerpo” o si fue cierta exigencia del propio espacio – y, porque no decirlo, la falta completa de registros documentales- la que me obligó a pensar en otra forma de desvelar sus secretos. Creo que las dos cosas confluyeron para hacer que el “archivo de los pies” fuera una estrategia importante en mi investigación sobre la etnohistoria del Delta.

A poco más de treinta kilómetros en línea recta de Buenos Aires, este conjunto de agua y barro constituye el delta vivo más grande del mundo, al que solo se tiene acceso por agua. Lanchas colectivas a modo de autobús o embarcaciones propias son el único medio de transporte posible. Otro mundo, tan cerca de la ciudad. Y esa diferencia está relacionada con las características físicas del lugar, con la forma de relacionarse con el territorio, con las diferentes maneras de negociar con la naturaleza.

Se dice que los isleños -que es como se conoce a los habitantes del lugar- no tienen palabra o que no mantienen sus compromisos, pero solo viviendo allí o pasando largas temporadas en sus orillas es como se puede desmentir este rumor. Las condiciones ambientales son tan particulares que lo único seguro es la provisionalidad y la incertidumbre. “Mañana le pinto el muelle” dice un isleño dedicado a estos menesteres, pero mañana sopla viento del sudeste y amanece con agua muy baja que impide la navegación o con marea que desdibuja esas construcciones sobre pilotes que son las entradas a las quintas isleñas. En cuestión de segundos el futuro más inmediato cambia de color y lo que iba a ser resulta imposible. Ante esto los isleños siguen la estrategia del junco que no se quiebra ante las olas porque se mece al compás del agua. Rítmicamente el junco de la orilla no se resiste, sino que se pliega al mandato de la corriente. Pero no se confundan, no se trata de una obediencia ciega: como compensación a esta renuncia retiene entre sus tallos el poso de limo que carga el río.

Los humanos somos -lo sepamos o no, lo queramos o no- animales territoriales y el espacio es clave en nuestra acción individual y colectiva y lo es también en la conformación de nuestras identidades. En el delta, los isleños han diseñado su mundo y se mueven en él de acuerdo con dos dimensiones: adelante, hacia el río; atrás, hacia la masiega, esa parte anegada de las islas que tienen la forma de un plato hondo. El río marrón y el muro verde de la selva hacen que la vista tenga mucha menos importancia que el oído. Los lados son espacios de los otros, de los vecinos, amigos o enemigos y aunque hay que dejar siempre una servidumbre de paso, casi nunca la usan y prefieren transitar de un sitio a otro en sus pequeñas embarcaciones. Esta forma de organización espacial tiene su correlato político. Durante la última dictadura militar el delta fue una gran tumba colectiva usada por las fuerzas armadas para hacer desaparecer a miles de ciudadanos. Cuando en la investigación yo preguntaba por los avatares de aquella época muchos me decían: “no sé, vio, cada uno en su quinta, no sabíamos lo que pasaba más allá de los lindes de nuestro terreno”. Y en parte es cierto y paradójico como casi todo en estos humedales. Es verdad que esa disposición de adelante y atrás condiciona la información que puede venir de los lados, de los vecinos, de los otros. Si uno está atrás, trasegando en la quinta de fruta, muchas veces a cientos de metros de la orilla no es fácil enterarse de lo que pasa en otros terrenos. Pero, al mismo tiempo, esa lógica bidimensional convierte al río en un escenario privilegiado por donde todo pasa y casi todo se oye.

Por eso el silencio es un rasgo que llama poderosamente la atención de esta población que en nada se diferencia, en principio, de la gente de Buenos Aires. Y sin embargo el silencio es ley y la economía de la palabra una norma no escrita que tiene que ver con la disposición espacial y con el control que se puede ejercer gracias a esta disposición. Como la muralla verde atenta contra la capacidad visual, el oído se agudiza y se convierte en sentido privilegiado en estos arrabales. Todo pasa por el río y los cursos de agua funcionan como amplificadores, túneles por donde viajan los rumores, las noticias y los ruidos. Los isleños pueden distinguir el tipo de lancha por el sonido del motor, saben que se acerca una tormenta por el trinar de los pájaros, oyen la llegada de la colectiva o de la almacenera por el zumbido que viaja por el aire.

El “archivo de los pies” puede ser una importante estrategia para incorporar el espacio (petición que los geógrafos llevan décadas reclamando a los historiadores) a la investigación. El espacio en todas las épocas, no solo en la historia más reciente. El espacio, el territorio, los lugares como documentos desde donde preguntarle al pasado, que como decía el ya clásico aforismo, es también “un país extranjero”.