El sonajero

En agosto de 2011, un equipo de antropólogos encontró un sonajero. Trabajaban en una fosa de Palencia, en el antiguo cementerio municipal. Aunque ya no era un cementerio, sino un parque infantil, el de La Carcavilla. Buscaban los cuerpos de doscientas cincuentas víctimas del franquismo y allí, bajo el tobogán y los columpios, encontraron también un juguete. Había sobrevivido casi ochenta años en el bolsillo de un mandil. El de una mujer enterrada sin ataúd en la fila 4, sepultura 39. Rociada en cal viva. Que conservaba intactas las suelas de goma de sus alpargatas, del número 36. Y arrimado a su cadera, un sonajero.

El sonajero tenía forma de flor. Una flor rosa, verde, azul y amarillo chillón, de celuloide, ese plástico de nitrocelulosa y alcanfor que los hermanos Hyatt patentaron en 1870, y que sirvió para elaborar numerosos objetos cotidianos durante cien años. El sonajero parecía mudo. Había perdido la canica que lo hacía sonar. Pero, aunque no podía repetir su musiquilla, pudo contar la historia de Catalina Muñoz Arranz. Y su aparición regaló a Martín, el más pequeño de sus cuatro hijos, la posibilidad de recordar a su madre.

Catalina Muñoz Arranz

Catalina Muñoz Arranz. Imagen: A.G-R/F.S. (elpais.com)

A Catalina la llamaban Pitilina. Nació en Cevico de la Torre en el último suspiro del siglo XIX y murió con treinta y siete años, cuando la Guerra Civil y sus horrores arrancaban con fuerza. Era septiembre de 1936, todavía en esos meses que los expertos en violencia política llaman del “terror caliente”, porque la mayor parte de los asesinatos de la guerra se cometieron entonces. Catalina fue uno de esos muertos. La única mujer juzgada y condenada a la pena capital en la provincia de Palencia. Tenía cuatro hijos: Lucía, Tomasa, Fernando y Martín, el dueño del sonajero.

La acusaron de ir a manifestaciones, de gritar “¡Viva Rusia! ¡Muera la Guardia Civil!” y, sobre todo, de estar casada con su marido, el sindicalista Tomás de la Torre. Tomás estaba en la cárcel desde mayo, meses antes de la guerra, acusado de matar a un falangista en una reyerta. Como estaba encerrado en la prisión de Gijón, ciudad bajo control republicano hasta 1937, no pudieron ir a por él cuando empezó la represión rebelde en su pueblo. Y fueron a por ella. Como diría la historiadora Ángeles Egido, Catalina, como otras mujeres en la guerra, murió por “delito consorte”. Esposas, hijas, madres… Los golpistas iban a por su marido, su padre, su hijo… Y como no los encontraron, se las llevaron a ellas.

De Pitilina dijeron que intentó ocultar el crimen de su marido lavando las manchas de sangre de su ropa. Ella negó todas las acusaciones. Sólo admitió haber ido a manifestaciones. Así lo afirmó en el juicio, según su declaración firmada. Porque Catalina no sabía leer ni escribir, como el 38 por ciento de las españolas en los años 30. Pero sabía firmar. Por el sumario de su causa sabemos también que la detuvieron en el patio de su casa. Que al ver que venían a por ella, salió corriendo con Martín en brazos. Pero se cayó. Le quitaron al bebé y se la llevaron. A ella y al sonajero que había guardado en el bolsillo.

Martín tenía nueve meses y nunca volvió a verla. Tampoco tenía fotos. Sólo podía imaginarla. «No sé ni qué cara tenía, porque no tenemos ninguna foto suya, esa es la pena», dijo Martín a la prensa cuando le devolvieron su sonajero en 2019. Aquel día, sólo Lucía, su hermana mayor, recordaba a Catalina. Porque cuando se llevaron a su madre, Lucía tenía once años.

Pero el equipo que restituyó a la familia de Catalina sus huesos y el sonajero de Martín también quiso devolverles su rostro. Reconstruyeron y analizaron el cráneo de Catalina, desfigurado por los disparos, y esbozaron sus facciones. Con ese borrador, unas fotos de Martín y Lucía y la supervisión del forense Fernando Serrulla, la artista Alba Sanín dibujó a Catalina. Melena ondulada, negra como sus ojos, y una sonrisa vivaracha que dejaba ver a medias sus dientes, con un huequecillo entre las palas que le daba un aire travieso.

Martín pudo por fin ver a su madre. Tenía 83 años. Lucía, 94. Apenas cuatro años después, ambos habían muerto. Pero gracias a un sonajero pudieron recuperar a Catalina y recordarla.

Sonajero. Imagen: Sociedad de Ciencias Aranzadi

Imagen: Sociedad de Ciencias Aranzadi

Referencias:

«El sonajero que sobrevivió a la Guerra Civil», El país, 8 de mayo de 2018, https://elpais.com/elpais/2019/05/08/album/1557313175_798850.html

«El rostro perdido de la madre del sonajero», Diario de León, 19 de octubre de 2019, https://www.diariodeleon.es/cultura/191019/118196/rostro-perdido-madre-sonajero.html