Hay que leer a Azaña
Manuel Azaña murió en el Hotel du Midi de Montauban el 3 de noviembre de 1940. Dos meses antes había sufrido un ataque cerebral del que no se recuperó. Había llegado a Montauban huyendo de la Gestapo y después de que la embajada española se hubiese desentendido de garantizar su seguridad. Los amigos que lo acompañaban se turnaron para proteger al expresidente hasta su fallecimiento, temerosos de que la banda de falangistas que trabajaba para la embajada, con Pedro Urraca al frente, lograse secuestrarlo y llevarlo a España para fusilarlo, como hicieron con otros políticos republicanos. “A mi marido se le rompió el corazón por la libertad de España”, diría Dolores Rivas-Cherif, en una entrevista en los años ochenta. En ella recordaba las palabras del médico que atendió a su marido y su sufrimiento ante la guerra civil que desencadenó el golpe del 18 de julio. La guerra aniquiló la obra de la República de 1931 y el gran afán de Azaña: la transformación del Estado para modernizar la sociedad, para mejorar de manera práctica y concreta la vida de los ciudadanos. “No lo resistió”.
Ochenta años después, el Congreso de los Diputados aprovecha el aniversario de su fallecimiento para homenajear a Azaña. Es una buena noticia. El Congreso celebra al político que encarna mejor que nadie el espíritu reformista del primer tercio del siglo XX. Mirar al pasado para festejar valores democráticos, de convivencia, modernizadores y de progreso es una buena noticia siempre, pero un poco más en tiempos en los que parece que la principal tarea de la historia es aportar armamento a eso que algunos han dado en llamar batalla cultural. Un enfrentamiento que está lejos de ser un debate de ideas, aunque sí cumple la parte del batallar con su retórica bélica y tremendista. Divide y vencerás, parecen pensar quienes buscan en la confrontación simplista la justificación de su existencia.
El homenaje a Azaña con el apoyo de todos los grupos parlamentarios, excepto el de Vox, lo reconoce como lo que debería ser una figura de su calibre: patrimonio de todos. En la última legislatura, los líderes de los partidos nacionales, sin excepción y con más o menos rigor, han encontrado una cita en la que apoyarse en alguna de sus intervenciones en el Congreso. Incluso Santiago Abascal. Se equivoca Vox al escoger su argumento para rechazar el homenaje a Azaña. Es un ataque más a la Corona, ha aducido su portavoz.
Con estas palabras olvidaba Iván Espinosa de los Monteros que el primer reconocimiento a la figura de Manuel Azaña en tiempos democráticos lo protagonizó Juan Carlos I. Tuvo lugar en su primer viaje oficial a México, tras la recuperación de las relaciones diplomáticas entre ambos países, rotas por el no reconocimiento del gobierno franquista por parte del estado mexicano. El encuentro entre los reyes y Dolores Rivas Cherif en la embajada fue la imagen más simbólica de este viaje. La entrevista fue el 20 de noviembre de 1978. Mientras, España se preparaba para votar la Constitución, al tiempo que un grupo de nostálgicos recordaba la muerte de Franco en la plaza de Oriente y fracasaba la Operación Galaxia, conspiración militar que buscaba detener por la fuerza de nuevo el camino de la democracia.
“Cuánto le hubiera gustado a don Manuel Azaña vivir este día, porque él quería la reconciliación de todos los españoles”. “Lo sé, señora, lo sé, he leído sus obras, y lo sé”. Los periódicos españoles repitieron este sencillo diálogo entre la viuda de Azaña y el rey, acompañándolo de una fotografía en la que los protagonistas hablaban sonrientes, cogidos de la mano. Historia de un abrazo que sellaba la reconciliación, relataban. Un encuentro que enlazaba el presente constitucional “con la tradición democrática y liberal de nuestro pasado”, resumía El País en su editorial. El Alcázar, en cambio, lo describía con ironía, zanjando el encuentro como el reflejo de la exquisita educación de sus protagonistas. Una educación en la que, decía el diario de extrema derecha, “hay siempre algo de exageración”. Tampoco es un invento del siglo XXI la bandera de la incorrección política, o lo que es lo mismo, el ataque disfrazado de provocación ingeniosa a la educación y el respeto, como si no fuesen la base de la convivencia. O tal vez, porque lo son.
Celebrar a Azaña es una buena noticia para el pluralismo político que busca referentes en la historia. Abrigarse en los hombres y mujeres del pasado no debería ser un ejercicio de quién supera la prueba del algodón de los nuestros ni un quién viste mejor los trajes de nuestro tiempo. No hay ser humano, ni ahora ni antes, que resista el escrutinio de la perfección, pero sí quienes aportaron su grano de arena a modelar lo que nos gusta del mundo que hemos recibido. Personajes cuya existencia contribuyó a que los valores que asumimos hoy como innegociables llegasen a serlo. Que tendieron puentes y trabajaron por la razón y el progreso.
Frente a quienes invocaban a cirujanos de hierro, apostaban por soluciones drásticas, defendían recetas simples para problemas complejos o se dolían por el eterno mal de España y por un cainismo del que sólo escapaban ellos, Manuel Azaña representa la confianza en la política como solución activa. Defiende la necesidad de modernizar el Estado para articular medidas concretas, huyendo de las grandes palabras vacías. Celebrar a Azaña es recordar su apuesta por las instituciones como herramienta de transformación. La política que se hace en la Gaceta de Madrid y no en el Ateneo. En el BOE y no en las redes. Por eso, como diría Santos Juliá, “hay que leer a Azaña”.