Un fragmento del Holocausto en la pared

Los objetos, ha escrito el historiador Bruno Cabanes, son «testigos mudos de las violencias del pasado». Los bienes que el Tercer Reich expolió a los judíos cargan con una historia terrible: son supervivientes de una persecución que pretendía erradicar a sus propietarios de la faz de la tierra. El saqueo de sus propiedades es parte intrínseca del Holocausto, pues antes de ser deportados a los campos de exterminio, o una vez asesinados, aquello que poseían fue requisado. Absolutamente todo: desde su ropa interior hasta sus obras de arte.

Cuando huyó de Alemania en 1939, Lilly Cassirer sabía que allí se jugaba la vida. Aún no había empezado el exterminio sistemático de los judíos, pero sí la requisa de sus propiedades, así como su expulsión de la vida civil. También la violencia arbitraria: durante la Noche de los Cristales Rotos, en noviembre de 1938, abundaron las palizas, los asesinatos y las deportaciones.

Lilly Cassirer sabía que peligraba y por eso abandonó Alemania, aunque antes los nazis la obligaron a dejar allí sus pertenencias. Figuraba entre ellas el cuadro de Camille Pissarro Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia. A cambio, recibió 900 marcos, un precio miserable: cuatro años después se vendió en Berlín por cien veces más. Lilly llegó a Gran Bretaña y salvó la vida. Treinta y siete parientes suyos sucumbieron en el Holocausto

Acabada la contienda, la pintura desapareció. En 1954, un tribunal alemán reconoció que ella era su legítima propietaria y en 1958, como víctima del expolio nazi, cobró una indemnización de 28.500 dólares, ajustada al valor que entonces habría tenido. El acuerdo no revocó sus derechos de propiedad, pues reservaba la posibilidad de que lo reclamara si reaparecía, reintegrando la indemnización.

Falleció en 1962, en Estados Unidos, con 86 años. Nunca supo que en 1951 el Pissarro reapareció, ni que pasó de mano en mano hasta 1976 cuando Hans-Heinrich Thyssen-Bornemisza se lo compró a un marchante neoyorquino y lo integró en su colección, que España adquirió en 1993. Hoy puede verse en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.

Claude Cassirer, nieto de Lilly, nació en 1921. Huérfano temprano, pasó su infancia en casa de su abuela, donde colgaba el Pissarro. En el año 2000 supo que aquel patrimonio familiar se hallaba en el Thyssen. Poco después reclamó sus derechos sobre el cuadro y tras arduas negociaciones fallidas denunció al museo en 2005 ante la justicia norteamericana. Murió en 2010, pero sus hijos sostuvieron la demanda.

Siguieron años de batalla jurídica enconada hasta que en 2019 el juez John Walter, a su pesar, consideró que debía resolver el pleito conforme a la legislación española, que favorecía al museo. Nuestro Código Civil reconoce el principio de usucapión, por el cual quien posee un bien es su legítimo propietario si lo ha adquirido de buena fe y lo ostenta seis años de forma pública e ininterrumpida, plazo que cumple la institución.

Sin embargo, merece la pena leer algunas reflexiones del juez Walter en su sentencia. De entrada, recuerda que al aceptar la indemnización de 1958, Lilly Cassirer no renunció a la pintura, que podía reclamar si reaparecía. Reconoce que no cabe demostrar que el barón Thyssen la adquiriese con mala fe, pero observa que no extremó las cautelas a la hora de rastrear su proveniencia.

El juez también reprocha a los gobiernos españoles que incumpliesen dos acuerdos internacionales, que no son jurídicamente vinculantes, pero entrañan un compromiso moral: los Principios de Washington y la Declaración de Terezin, suscritos por el gobierno Aznar en 1998 y el de Rodríguez Zapatero en 2009. España se comprometió por ambos a buscar «soluciones justas y equitativas» a los conflictos sobre arte expoliado por los nazis y a colaborar con los supervivientes o sus familias para que recuperasen el patrimonio saqueado.

Nada han hecho —señala Walter— los gobiernos españoles por acatar este compromiso. Es «desafortunado que un país y un gobierno presuman de moralistas en sus declaraciones y sin embargo no estén obligados a cumplirlas. Pero así es la ley», concluía. La familia Cassirer, sin embargo, no se conformó y recurrió ante el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito de California, que en agosto de 2020 falló otra vez a favor del museo.

Pocos días después el Thyssen colgó junto al Pissarro una nota a la que se accedía mediante un código QR. Un texto que en tono de crónica bélica celebraba su victoria en los tribunales. No hay allí ni una mención expresa al Holocausto. El acto por el cual los nazis saquearon el cuadro se define como como venta, cual si fuera una decisión libre. Señala también que en 1958 recibió una indemnización sin explicar que no por ello renunció a sus derechos. Asimismo, trata a los Cassirer como seres ajenos a esta historia, cuando Claude, nieto de Lilly, vivió en la casa donde el Pissarro estaba colgado.

La nota constituye una suma de olvidos deliberados y medias verdades. Es un documento improcedente, redactado en un tono impropio de un museo con rango nacional, que frivoliza con el legado de un objeto que remite a un momento terrible de la historia europea y se aleja de las «soluciones justas y equitativas» que comprometen a los gobiernos españoles.

No obstante, la euforia del museo apenas ha durado un año. Los Cassirer apelaron al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que en septiembre de 2021 admitió a trámite su recurso reabriendo el litigio. El Thyssen ha reaccionado publicando en la prensa una nota donde reitera los argumentos esgrimidos en 2020 y obvia de nuevo cualquier vínculo entre el Pissarro y el exterminio de las comunidades judías europeas bajo el Tercer Reich.

El Tribunal Supremo decidirá si procede resolver el asunto conforme a la legislación o norteamericana o de otro país, en este caso España. Hace unos días ha recibido un informe de Nicholas O’Donnell, abogado experto en el expolio nazi, quien sostiene la primera opción amparándose en la Foreign Sovereign Immunities Act, que regula las demandas contra un estado extranjero. La Federación de Comunidades Judías de España también ha presentado un escrito de apoyo a la familia Cassirer.

La decisión sobre el Pissarro está en el aire. No obstante, pase lo que pase, el cuadro es un fragmento del Holocausto, un testigo de la barbarie cuya historia debe ser contada. Los cuadros expoliados por los nazis constituyen en sí mismos un lugar de memoria y allá donde acabe éste es preciso recordar su proveniencia, sus vínculos con el Holocausto, cómo y en qué contexto fue usurpado.

Mientras permanezca en España, el gobierno español debería velar por ello. No en vano, el ministro de Cultura preside el Patronato del Thyssen-Bornemisza, museo nacional como el Prado. Conviene recordar, con el juez Walter, que los gobiernos españoles suscribieron acuerdos internacionales que promueven las «soluciones justas» a los conflictos sobre arte expoliado. Explicar de un modo veraz la historia del cuadro forma parte de esas soluciones justas. El ministro de Cultura debería hacer algo al respecto.