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TintaLibre, número 93, Julio-Agosto 2021

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Un sábado de julio

Julio es ese mes en el que el verano despega con calor creciente y llena de fiestas los pueblos. No hay sábado del mes sin su celebración popular y 1936 no fue una excepción. La temperatura apretaba, pero también la música. Era tiempo de bailar jotas, sardanas y agarrados, de orquestas que tocaban canciones “de las modernas”. Hasta el tercer sábado de julio. Entonces, la música se apagó. El fin de semana comenzó con el eco aún resonante de las notas festivas del día del Carmen, con sus procesiones regando el mar de coronas de flores en recuerdo de los marineros que no volvieron a tierra. La misa mayor. Los zapatos de tacón repiqueteando al compás de la verbena. Pero julio tiene nombre de guerrero y el de 1936 hizo honor a su denominación.

El viernes 17, el ejército de África inició un golpe de estado contra la República. La noticia se asomó a la península el sábado 18, como los primeros escarceos rebeldes, en medio del desconcierto. 18 fue la fecha que se grabó literalmente a fuego en la memoria de España, convirtiéndose en el día más relevante del siglo XX, pese a que el grueso del golpe y su lado más salvaje sacarían los dientes, sobre todo, a partir del domingo 19. Fueron horas confusas, de noticias a medias, presión callejera, gritos obreros reclamando armas, gobiernos republicanos apostando por la legalidad, una rebelión de ferocidad salvaje y una población que empezaba a asimilar la gravedad del momento. En poco más de 72 horas, el mundo se desmoronó y comenzó la guerra. Además, la rebelión generó las condiciones para que estallase de manera fragmentaria la revolución que decía querer evitar. Una revolución que hasta entonces estaba lejos de ser una amenaza real. Claro que a menudo no es tan decisivo lo real como lo aparente, lo que asusta o aquello por lo que apuestan quienes quieren sacar provecho de la preocupación creciente. Estos ingredientes, convenientemente agitados, pueden crecer con más credibilidad que lo real.

“Todo el mundo sabía que iba a estallar el golpe”, recordaba un obrero de la CNT en sus conversaciones con el historiador Ronald Fraser en los años 90. Aunque “todo el mundo” es una expresión demasiado grande. Mientras los más politizados compartían la impresión de que algo se avecinaba, mi abuela se sorprendía en la noche del sábado vigués cuando la Guardia Civil la invitó a volver a su casa. La verbena a la que iba se había suspendido por “lo de Madrid”. Muchos habían iniciado el sábado con sus tareas habituales: un día de trabajo, de hacer la compra o limpieza general, ir al campo de paseo, salir de veraneo, bañarse en el río o pasar una tarde de cine. El gran éxito del verano era “Morena Clara”, protagonizada por Imperio Argentina, que se había estrenado el Sábado de Gloria y arrasaba en cartelera. Los rumores de golpe llevaban girando, enmarañados, por todos los escalones institucionales, no semanas, sino meses. Cambiaban de forma o de punto de partida, pero el mensaje siempre era el mismo: “¡Cuidado! ¡El Ejército se va a sublevar!” Los asesinatos de José Calvo Sotelo, líder de los monárquicos de Renovación Española, y del teniente Castillo, socialista, ambos el mismo día, habían agriado aún más las relaciones entre izquierdas y derechas. Los fantasmas del golpe revoloteaban, agitados. Cundía el desánimo. A pesar de ello, para la mayor parte de los ciudadanos, la vida seguía marcando su paso cotidiano.

Aun así, lo cierto es que en esta ocasión los rumores tenían razón. No por los asesinatos, que contribuyeron tan sólo a reforzar filas y, quizás, a animar a algún indeciso, sino por la conspiración que llevaba meses en marcha. En realidad, la conspiración era tan veterana como la República. Buena parte de los sectores monárquicos no aceptaron nunca el cambio de régimen y vivían planeando la vuelta al mundo previo a abril de 1931. Del intento de volver atrás en el tiempo surgió apenas un mes después, el Círculo Monárquico, agrupación cuyo fin era recuperar la monarquía y cuya reunión fundacional fue la mecha que prendió el enfrentamiento callejero que derivó en la quema de iglesias y conventos de mayo. Algo más tarde, en agosto de 1932, estalló la sanjurjada, el primer golpe contra la República. Su principal cabecilla fue el general José Sanjurjo, que acababa de ser destituido de la jefatura de la Guardia Civil y todavía comandaba el Cuerpo de Carabineros. Sanjurjo actuó en Sevilla, mientras otros generales atacaban el Ministerio de la Guerra en Madrid. Pero el levantamiento apenas tuvo apoyos y el Gobierno de Manuel Azaña y Santiago Casares Quiroga consiguió aplastarlo.

El fracaso del golpe fue un espaldarazo para la República, aunque sus enemigos siguieron al acecho. Al principio, con movimientos de poca importancia, como algunas escaramuzas menores o pequeños escándalos protagonizados por jóvenes aristocráticos que colgaban la bandera monárquica en lugares insospechados y llamativos. Pero con el cambio de Gobierno tras las elecciones de noviembre de 1933 y el giro a la derecha que impusieron los resultados, llegó también la amnistía de la sanjurjada, que devolvió a la calle a los principales conspiradores. Muchos de ellos incluso ocuparon puestos en el Ministerio de la Guerra cuando José María Gil-Robles, el líder de la CEDA, se hizo con la cartera en 1935. Esto fortaleció la red que los militares descontentos habían ido tejiendo. La revolución de octubre de 1934, con una huelga general en todo el país que terminó en enfrentamiento directo en algunos territorios, como Asturias, dio un fuerte empujón al espíritu del militar alarmado, que ya se sentía agraviado por la reforma militar de Azaña y su imposición del poder civil sobre el militar, como es propio de las democracias. Los acontecimientos de octubre contribuyeron a dar forma de realidad a los dos mitos que les quitaban el sueño: la revolución bolchevique y la ruptura de la unidad nacional.

El triunfo de la candidatura de izquierdas en las elecciones de 1936 fue leído desde los rincones conspiradores como el fracaso de la derecha posibilista. La CEDA había tenido su oportunidad de hacerse con el poder y revertir la situación desde el corazón del Gobierno republicano, pero había perdido las elecciones. Para los que llevaban defendían la rebelión, esto significaba que habían tenido una oportunidad y habían fracasado. Y tras un fracaso toca cambiar de estrategia. Ya no había excusa para no poner todas las energías en una rebelión. Por primera vez, confluyeron en un mismo punto todos los que se oponían al Gobierno desde las derechas. Sus planes para lo que viniese después eran muy diversos: una dictadura republicana, un gobierno corporativo, un régimen protofascista, una República de militares, una monarquía de la línea alfonsina, otra de la línea carlista… Pero lo que los unía era suficiente: su aversión al Gobierno del Frente Popular.

Los militares se pusieron al frente de la conspiración y lograron unificar la acción. Sanjurjo volvió a ser el líder espiritual. El general Emilio Mola se convirtió en “el Director” y trazó las líneas principales de la conspiración. En sus planes no había cabida para los tibios: o con nosotros o contra nosotros. Y el resultado tendría que llevar a eliminar toda oposición: no más abrazos de Vergara ni Pactos de Zanjón. Mientras los militares tejían su telaraña, los civiles se repartieron los papeles. Falange agitaba las calles con enfrentamientos, tiros y tácticas de guerrilla. Los monárquicos trabajaban el apoyo económico y militar de Italia. Calvo Sotelo y Gil-Robles agitaban el dedo muy fuerte en el Congreso, haciendo un relato casi diario de cualquier enfrentamiento callejero. Como señaló Claude Bowers, embajador estadounidense, su intención era crear alarma social poniendo el foco en cada acto de violencia. La violencia era sinónimo y descontrol, de un Gobierno traidor y una revolución en ciernes. La prensa afín se encargó de ejercer de altavoz. Mientras, la cuenta atrás del golpe iba cada vez más rápido.

Francisco Franco dio el pistoletazo de salida con la sublevación en Melilla. El día 18 llegaron las noticias a la península. Las tropas de Marruecos se retrasaron un poco más, porque las precauciones del Gobierno cerraron sus movimientos. Queipo de Llano tomó Sevilla a cañonazos y comenzó a emitir sus charlas radiofónicas, que convirtieron la palabra en arma de guerra a través de la mentira, el equívoco y el terror. El terror se plasmó en la respuesta ante los que se rebelaron frente al golpe. En palabras del general, “los alborotadores serán cazados como alimañas”. El domingo 19, el golpe se desencadenó en el resto del país. La posición que tomaron los cuerpos militares, la Guardia Civil y la de Asalto permitió que el golpe triunfase o fracasase. Los obreros lucharon solos o arropados por fuerzas leales a la República y allí donde hubo apoyo suficiente la respuesta armada frenó a los golpistas. La sublevación fracasó, pues no consiguió hacerse con el poder, aunque el Gobierno tampoco logró mantener todo su territorio. España quedó dividida en dos. Comenzaba la Guerra Civil.

85 años después, 18 de julio de 1936 es una fecha que suena a pólvora, a terror y a traición, pero también a lealtad, a semilla de democracia que tras cuatro décadas oscuras volvería a germinar.